VISITA DOMINICAL

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Cecilia Saa

Soledad camina curiosa de la mano de su madre. Espera impaciente en una larga fila, hasta que el gendarme de turno revise sus prendas y documentos. Percibe un olor intenso, mezcla de encierro y comida. Su madre le ha dicho que lleve un cuaderno y un lápiz para aprender a dividir. Matemáticas siempre le ha costado. Su cerebro prefiere soñar, contarse cuentos. Por fin aparece el padre caminando por el largo pasillo. Cada cierto tramo se abren las rejas. Algunos lloran, otros se abrazan en el reencuentro. El olor a metal cala profundo al acercarse a la última cerradura. ¡Odio las matemáticas! −se dice abrumada. Mamá la sostiene fuerte de la mano, pareciera que la sangre se agolpa en cada dedo y trata de zafarse, pero por el contrario, la agarra con mayor fuerza. Su padre luce un poco triste y muy delgado, a pesar de eso le sonríe y se agacha para abrazar su pequeño cuerpo. Ese calor se hace infinito y abriga ese disgusto que la empañó por un breve segundo. Soledad toma la mano áspera de papá. Esta no aprieta, por el contrario, se siente tibia. Se acomodan en el rincón del patio y abren el cuaderno. La luz que llega se abre paso a través de los barrotes. Se refleja entre sombras y luces intermitentes, mientras esbozan números y tablas. Soledad no entiende nada, pero asiente ante cada pregunta del padre. Se siente feliz de estar junto a él y admirar sus rulos desordenados. El tiempo pasa rápido marcando ritmos y deja en Soledad una impaciencia sostenida a la espera del siguiente domingo .